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Agosto

 

En un reino de mil matices de verde, hay un lugar donde uno los eclipsa a todos.

Por todo el País Vasco, incontables verdes se entrelazan, su paisaje se despliega como un lienzo vivo, cada matiz una nota en la canción eterna de la tierra. Los verdes profundos, casi místicos, de los bosques ancestrales armonizan con los tonos brillantes y exuberantes de los nuevos brotes, pintando un cuadro del ciclo infinito de la vida. Bajo la bóveda de los árboles, los musgos aterciopelados se derraman sobre piedras y troncos caídos, mientras los viñedos entretejen sus sutiles colores terrosos en este tapiz. A través de las ondulantes colinas, prados verdes ondean como un mar esmeralda, y el delicado follaje de las hierbas silvestres adorna el suelo con suaves tonos salvia.

Y, sin embargo, para encontrar el más verde de sus verdes, tendrás que abandonar sus sinuosas colinas y dirigirte al lugar que está tanto en su borde como en su mismo centro, su corazón. Allí, donde el mar se aferra a las costas rocosas como un amante persistente, se encuentra Hondarribia.

Sus estrechas calles empedradas vibran con el pulso de la vida, las risas de los niños y las conversaciones susurradas de los ancianos, cada voz un hilo en el tapiz que es la rica herencia de esta comunidad. Las murallas de la ciudad, erosionadas por el tiempo y los elementos, albergan en su interior las historias de las generaciones que han trabajado, amado y soñado dentro de su abrazo protector. En el corazón de la ciudad, la Plaza de Armas resuena con los pasos del pasado, testigo mudo de las vidas que se han cruzado sobre sus desgastadas piedras. Y a su alrededor, las vibrantes tonalidades del País Vasco cobran vida en los jardines meticulosamente cuidados y en las fachadas de las casas pintadas de vivos colores, cada uno de ellos testimonio del orgullo y la resistencia de la gente que llama hogar a este lugar.

Sin embargo, es el mar lo que realmente define a Hondarribia, las aguas azules que acunan y desafían a los hondarribitarras en un abrazo interminable. Allí, donde el océano se encuentra con la tierra, es donde late el corazón del País Vasco al ritmo de las mareas, una fuerza indomable que ha llevado a la ciudad y a sus gentes a través de los tiempos.

Es allí, en las orillas de Hondarribia, donde el río Bidasoa saluda al mar, que por primera vez vi un verde diferente a cualquier otro, un verde que no era un color, sino una llamada.

Fue en agosto de 1962, en mi cuarto cumpleaños, cuando mi abuelo me llevó a ver una regata. Recuerdo que, de pie en la orilla, vi pasar una trainera justo debajo de mí, avanzando rápidamente hacia la línea de salida situada en las profundidades del océano ondulante. Era el bote de remos más grande que jamás había visto, impulsado por trece hombres fuertes, trece hombres esculpidos por los siglos de mar embravecido chocando contra las rocosas costas vascas.

Remaban con determinación, como lo hicieron sus padres antes que ellos y los suyos antes que aquellos. Su barca de vivo color brillaba bajo el sol, el majestuoso verde ascendía hacia el cielo con cada poderosa ola en su camino, y luego levitaba brevemente, suspendida en el aire como sostenida por un hilo invisible que les unía a sus antepasados, antes de desplomarse con la aprensiva anticipación de un nuevo choque con el poderoso mar. Las manos de los hombres agarraban firmemente los remos, el bote cortaba ruidosamente las olas, penetrándolas profundamente sin perder el ritmo, enviando espuma salada blanca salpicando a su alrededor; su embarcación tanto un avión y un submarino como un bote de remo.

Con cada brazada que daban, con cada impulso sincronizado que empujaba la embarcación, la sensación en el fondo de mi estómago crecía. Yo era demasiado pequeño para saber cosas, ni siquiera sabía leer ni escribir, y sin embargo, sabía. Aquel día supe todo lo que hay que saber, supe que aquel verde siempre estaría conmigo. De repente lo vi en todas partes, no sólo en los barcos y en las banderas colgando de los alféizares de las ventanas de todo el pueblo. Lo podía ver en los callos amarillos en las manos de mi abuelo, endurecidos por décadas de mar y viento. Estaba allí en la tinta negra de los chipirones que mi abuela cocinaba los domingos y estaba allí en el cuero blanco de la pelota.

Estaba a mi alrededor, pero aún más, había estado dentro de mí todo el tiempo.

Fue en agosto de 1982, en mi vigésimo cuarto cumpleaños, cuando el verde volvió a llamar mi nombre, susurrando dulce música en mi inquieto corazón.

Estaba donde siempre supe que estaría, moviéndome a través del océano en perfecta armonía con doce reflejos de mi propio ser, doce réplicas exactas de lo que era y de quién era. Éramos diferentes, pero indistinguibles. Cada uno tenía su propia historia que contar, pero esas historias no eran nuestras, al menos no solo nuestras. Eran también las historias de nuestros padres y nuestros abuelos, de los hombres que engalanaron los barcos verdes mucho antes de que llegáramos nosotros. De los hombres de antaño que navegaban en estas mismas traineras para capturar ballenas entre las olas furiosas, de sus familias que vivían en las mismas casas en las que nosotros vivimos ahora.

Fue en agosto de 1982, justo después de nuestra regata, cuando, por segunda vez en mi vida, lo supe. Ahí estaba de nuevo, ese verde que me hizo rendirme completamente y sumergirme en su hechizo, y estaba justo ahí, en sus ojos.

Supe entonces cuál era esa pieza que aún me faltaba, la que ni siquiera sabía que existía, pero sin la que ya no podría existir. Fue ese día cuando dejé de temer envejecer, si envejecer significaba envejecer con ella. Fue en el verde de sus ojos donde vi tanto el futuro como el pasado, fue en ese preciso momento en el que reí, lloré, anhelé y lamenté. Fue en ese momento cuando realmente aprendí a amar, y no he dejado de amar desde entonces.

Es agosto de nuevo, y llevo a mi nieta a ver la regata por primera vez en su vida. Caminamos por las calles bulliciosas de emoción, todos fluyendo hacia la orilla, atraídos por una fuerza que no podemos definir.

Le cuento sobre las traineras, le hablo de mi abuelo y de las historias que una vez me contó. Su manita agarra la mía y sé que quiere volver a oír hablar de su abuela. Le cuento que su abuela tenía los ojos más bonitos que nunca he visto, brillantes y verdes, como nuestros botes. Le digo que ella tiene los mismos ojos y que cada vez que la miro me recuerda a su abuela. Eso le gusta y quiere oírlo una y otra vez.

No le digo que el verde de los ojos de su abuela está en todas partes, que lo veo en cada matiz del color que nos rodea, en los bosques ancestrales, en los musgos aterciopelados, en las colinas ondulantes y en el verdor de los prados. No le digo que lo veo en el negro de la tinta de los chipirones y en el blanco del cuero de la pelota.

No hace falta. Pronto, ella misma lo sabrá, estará donde yo estuve una vez, y lo sabrá y lo sentirá todo, y nunca más estará sola, como yo nunca estoy solo.